Acostumbrado a la lectura desde niño (era mi escape dentro de 1 familia disfuncional) cuando encontraba una buena historia, me la imaginaba como si estuviera viendo una película en mi mente y, por supuesto, intentaba adivinar el final. En el HAMLET del incomparable William Shakespeare, todo estuvo bien -al menos para mi- hasta que cortó la historia con una inesperada tragedia, donde casi la totalidad de los protagonistas murió.
Por muchos años mi versión me persiguió: Una aventura de venganza donde finalmente se imponía la justicia. Cuando decidí contarla, al investigar descubrí que los antecedentes de la historia original eran nórdicos, o sea, vikingos. De allí esta propuesta: Una pre-cuela escuchada por un joven Shakespeare -maestro de escuela par entonces- que soñaba con ser un gran dramaturgo. La historia se ambienta en Dinamarca, dentro del mundo de entonces (Caballeros y Príncipes) donde la mayoría pelea a muerte (incluso hijos contra sus padres) para convertirse en Reyes absolutos.
EL PRÍNCIPE LOCO no es una tragedia, es una historia de amor en medio de los profundos cambios, que todos vivimos cuando pasamos de niños a adultos; un relato donde dos jóvenes terminan definiendo el futuro de su nación, desenmascarando a un fratricida que usurpó el puesto del Rey, junto a la conjura de alto nivel para eliminar al Heredero.