Algo ocurre en San Nicolás del Valle, un pueblo situado en algún lugar de México, donde ni siquiera los lobos se atreven a entrar. Enquistado en un valle silencioso y gris que existe como un milagro, en este lugar nadie puede detener los crímenes sino apenas susurrarlos. El viento, cuando ulula, acarrea murmullos que, bien oídos, avisan a los errantes que ahí se vive al límite. Hasta los árboles hablan, así que incluso es mejor no levantar la voz. Contada en dos partes que narran la fundación del pueblo y su derrumbe, Las brujas de San Nicolás es una alegoría del México contemporáneo y profundo, que busca sumergir al lector en las raíces de aquellos lugares especiales que parecen destinados a la sangre. La violencia, vigía sobre los cerros que asfixian al pueblo, lo contagia todo.
De aceptar el reto, el lector debe saber que esta historia es como un laberinto, en donde las salidas, si existen, serán pocas. Guiado por la intuición de sus sonidos nocturnos, este pueblo rural y casi enterrado se sabe poseído y, muy probablemente, ansioso, por encontrar algún tipo de, por decirle de algún modo, libertad. Yo no sé cuáles habían sido sus culpas. La muerte es harto rara, como un lugar sin nombre en donde te agarra el patatús y te quedas bien tieso, como fierro pandeado, pues. Estaban bien flaquitos, chupados por dentro y colgados de esas jaulas como animales. De seguro el diablo los había chucheado y así acabaron. Por peleoneros. Llevaban los ojos cerrados, desguanzados, como si les hubiera agarrado la tiricia (...) Así comienza esta novela que estremece de principio a fin, una obra excepcional de una de las voces más potentes de la nueva narrativa mexicana.