Descubrí que un aforismo mío extraordinario («Intentaba ser un hombre serio, pero la alegría se lo impedía») lo había escrito Ramón Eder. Mi buena memoria había sido mala: me hizo creer que lo que recordé se me ocurrió. Cuando me descubrí, quedé avergonzado, aunque fuera un homenaje definitivo a quien había admirado en reseñas y recomendaciones. Siendo, además, el único aforismo ajeno que se coló en mi libro, se destacaba el carácter único del autor. Con todo, esas circunstancias atenuantes no extinguían mi bochorno. Hasta ahora. He dado con la eximente. A Ramón Eder (Lumbier, 1952), la alegría no le impide en absoluto la seriedad. Mi plagio involuntario fue un acto de justicia (a lo Robin Hood) porque ese aforismo sólo me retrata a mí. Obsérvese cómo sus ironías no renuncian jamás a la efervescencia, pero tampoco al fervor. Hay un contentamiento del mundo que es a la vez conocimiento, y viceversa. Son muchos los méritos de esta obra, y los he ido enumerando en otros lugares, pero mi subconsciente cayó en el más asombroso: la felicidad y la hondura conviven indisolublemente aquí. Enrique García-Máiquez